martes, 15 de mayo de 2018

A SU IMAGEN Y SEMEJANZA.

De Badajoz, me tiro de cabeza para sumergirme en la deslumbrante Cáceres, como si fuera el más acogedor de los lagos de acariciadoras y tibias aguas.

Su ciudad antigua está considerada Patrimonio de la Humanidad, por ser uno de los conjuntos urbanos más completos y mejor conservados de la Edad Media y del Renacimiento de cuantos quedan en el Mundo. Pero es que además está el resto de la ciudad, que también merece ser visitada, si se tiene sensibilidad y gusto.

Seria un tontería, que no pienso cometer, decir de corrido todas las cosas importantes que fuera de los límites de la "Vieja Ciudad", se pueden disfrutar viéndolas. Lo que si, porque me encanta e interesa, es dejar constancia de que como ocurre en el resto de nuestra muy querida Patria, las cacereñas y cacereños son unos magníficos anfitriones, que acogen al visitante con amabilidad, cercanía y cortesía humana. Esto último resulta algo cursi, pero es cierto, y lo tengo que decir porque es simplemente un acto de justicia.

Mis muchos años veraneando en tierra cacereña, dan un puntito de más al cariño que siento por este trozo de España. 

Encontrar donde comer en Cáceres no es un problema, yo siempre voy a comer y a cenar a la Torre de Sande, en la calle de los Condes número 3. Tiene un magnífico servicio  y en cuanto a la comida, siempre es de un diez.

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Madrid se repersonaliza a la baja; como dice el tango argentino de Carlitos Gardel, cada día se le ve más "fané y descangallá". Malamente está sentando a la que llegó a ser una de las capitales más bonitas de Europa este "pase" por el "soviet guarrindongo y hortera". La tristeza ha desahuciado a la gracia y simpatía y casticismo que se le reconocía a "chulapas y chulapos";

la gente madrileña; gracia, simpatía y casticismo que enseguida calaba y se hacía como algo propio en quienes venían -con todo su derecho- para quedarse a vivir, desde otros lugares de nuestra querida Patria.

Las calles de la Capital de España están sucias y  zarrapastrosas; sus aceras, por falta de la adecuada vigilancia y por el impropio egoísmo "eurotero" municipal, estamos obligados los peatones, sin derecho a protestar, a compartirlas con motos, bicicletas, patinetes y además, por estar "tomadas" por cubas, mesas y sillas de terrazas de bares, cafeterías y restaurantes -a la espera de que también lo hagan las casas de putas, sacando jofainas, jarras con agua y sus camas, 

para que profesionales y clientes tengan, con el normal tránsito de personas y vehículos, un añadido extra a su lúdico entretenimiento- que las han convertido en estrechas trochas preñadas de obstáculos, muchos de ellos insalvables para personas ancianas o inválidas.

Para quienes recordamos mejores tiempos, descubrir la cantidad de locales cerrados con cárteles ya añejos de "se vende o alquila" en calles céntricas, 

menos céntricas y hasta en barrios periféricos, nos causa una gran pena, y nos mueva a la nostalgia de las entrañables tiendas "de la esquina".

Ultramarinos, lecherías o mercerías. La desaparición de esos entrañables comercios; su falta, provoca una incomodidad para una gran cantidad de personas que con dificultad de desplazamiento, no pueden acercarse a esos monstruos comerciales ¡las grandes superficies! que solo por la penetración en sus estaff directivo y en el accionariado de ciertos políticos, se han instalado dentro de los límites de las ciudades. Algo (estuvo prohibido) tan lamentable y deprimente no se recuerda desde los primeros años cuarenta del pasado siglo, en plena posguerra.

Mi amigo Plinio dice que a este Madrid se le conoce a nivel mundial como la ciudad del "me cago en la Carmena", qué es esa la exclamación de los automovilistas madrileños, y acompañantes, cada vez que hunde en las profundidades las ruedas de sus vehículos en uno de los múltiples agujeros que singularizan la mayoría de sus calles, plazas y avenidas. Jamás Madrid ha mostrado una cara tan vieja y ajada. Quizás es que la señora alcaldesa y quienes cometieron la imprudencia de votarla, la quieren así:

a su imagen y semejanza.

Eloy R. Mirayo.


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