Cuando mi poder adquisitivo es de baja tensión, entre las cosas que necesito, no aspiro a la mejor opción, pero si trato de conseguir lo que se encuentra en unos escalones por debajo o, al menos, lo menos malo.
Los jueves, Julita (mi mujer) y yo, vamos a comer a un pequeño restaurante que se encuentra cerca de nuestro también pequeño negocio. El precio del cubierto es de 10 euros y, entre las viandas que el camarero propone -que son bastantes- escojo aquello que considero mejor para mi, dentro de unas sencillas posibilidades; no exijo la misma calidad que cuando el bolsillo me permite acudir a un restaurante de mayor fuste, y mayor coste. Esa es la norma en la que me suelo mover; es la auto disciplina en la que me encuentro bastante cómodo.
Nunca he recibido apoyo institucional, más bien persecución, no personal, por mi insignificancia, sino por pertenencia gremial. A lo largo y ancho de mi dilatada existencia, jamás he pedido nada a ningún gobierno -ni ahora ni antes- que me distinga en el trato de otras personas, solamente porque sea quien soy -por familiaridad o amistad-, en detrimento de quienes lo necesitan más que yo, o tienen mayor merecimiento. Yo pertenezco al mayoritario grupo de personas que cree en la meritocracia, y detesta la dedocracia tan al uso en estos momentos.
Esto viene a cuento porque ayer y hoy, en el "sacrosanto Ágora" de la Carrera de San Jerónimo de Madrid, se ha venido desarrollando lo que se ha distinguido respecto a otras "reuniones", con el nombre de debate sobre "El Estado de la Nación". He de deciros -no me miréis como un bicho raro- que mientras trabajaba como un blanco, con los cascos en las orejas, he seguido todo el debate, y no he perecido en el hecho -uno de mis escasos méritos-. No se puede pedir más; es lo que hay; lo que he oído es como el pequeño restaurante donde mi Juli y yo vamos los jueves: la carta es variada pero la calidad es notoriamente mejorable. Es lástima porque el "local" es de tres tenedores y dos servilletas y un palillo mondadientes.
Del menú de ayer, cuando se sirvieron los "platos fuertes", lo único que tuvo un halo de calidad fue el postre; el postre con que el presidente Rajoy agasajó al rookie Sánchez: ¡Patético! Lo demás... la sopa, como el caldo de un asilo, sin gracia y sin sustancia (Durán y Lérida) y pescado, que fue el siguiente plato (de última hora, el comunista Garzón), todo raspa, espina y barro en el estomago, imposible para cualquier clase de paladar.
Insisto: es lo que hay; es la Democaca,
y sus más íntimos demoquitos
en todo su estertor; perdón, quise decir esplendor.
Lo de hoy, en términos taurinos, no ha pasado de ser una becerrada, en la que se han lidiado reses desecho de tienta.
Finalizada la sesión, a cualquier persona normal se le pasara por la cabeza el seguir el consejo del morito
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