Los hombres sabios, en casi todos los casos, son parcialmente sabios; dominan sus disciplinas y, cómo el cerebro lo tienen abierto a la ciencia, suelen ser capaces de entender de otras disciplinas y, hasta opinar con criterio, de otras disciplinas, sin el menor desdoro. La inteligencia bien desarrollada en la Universidad, crea una facultad extraordinaria. Tan extraordinaria que al moverse a tanta altura, quedan desmarcados de la sencillez de las cosas que gatean a ras del suelo; de las cosas que se aprenden en las cátedras de la calle. Allí donde la vida transita a algunos lustros de retraso. Pero, a pesar de ese desfase, los de abajo, sin tener conocimiento de su ciencia les admiramos y valoramos, mientras que para ellos, nosotros solamente somos lo que se nos ve a primera vista. Quizá es que no les interesamos. Por eso, creo yo que sus estudios y decisiones van encaminados a beneficiar a la elite.
Sí; alguna vez surge alguien, un loco, a quien su ciencia, Antropología, le empuja al estudio in situ del ser humano y se da cuenta de la gran diferencia que separan a las distintas culturas que están repartidas por toda la faz de la tierra, su trabajo, puede ser que sea un éxito. A algunos, el hombre urbano y el rural, ya les conocía: el portero de su casa, el vendedor de la prensa, la gente del restaurante, el vigilante de la ORA, los alumnos de la universidad, las señoras de la limpieza… el que le lleva la leña para la chimenea, el que le vende las verduras de su huerta, el que poda las plantas del jardín o, el Colás, ese paisano que monta un burro al que llama Socialista, porque dice que es muy malo, el burro.
Ese conocimiento unido al de los infinitos libros de texto, no lo consideró suficiente y, en un arranque inesperado, emprendió viaje hacía Papúa Nueva Guinea. Y, fue allí, donde se le encendió la luz: en las selvas de Nueva Guinea, cuando pudo encontrarse con las distintas culturas tribales. Los iunit, los yanomani, los kaulong, los pigmeos o los turkana fueron las tribus a las que estudió a fondo en las distintas ramas de la Antropología: física, social, lingüística y arqueológica. La separación de aquellas gentes respecto a él, es casi la misma distancia que muchos hombres sabios, han creado respecto a los demás; nosotros.
El hombre moderno, totalmente socializado; preso de las hipotecas; estresado por el tráfico y por todas las obligaciones adquiridas: familiares y laborales; esquilmado por el Fisco. ¡Cuánto tenemos que aprender de esas culturas tribales! Pequeños grupos de pocos cientos de individuos que viven con sencillez, pausa, solidaridad; seres humanos que dependen unos de otros, nadie es un desconocido. Como es desconocida la palabra y la acción de castigo. A la vejez no se la aparta del núcleo familiar sino que se cuida al máximo porque se valora su experiencia; son cómo libros que pasan oralmente sus conocimientos. Hay quien dice que viven menos años, pero que los viven mejor.
Y, cundo aquel catedrático de Antropología, dio por acabado su periplo científico, después de haber podido estudiar a personas, culturalmente a miles de años de distancia, viendo lo sencillo que es vivir, sin electrodomésticos; sin coches; sin sirenas de ambulancia, bomberos o policía; y sin ministerio de Hacienda, quemó todas las notas que había escrito y… se lo comió una tribu de caníbales.
Sí; alguna vez surge alguien, un loco, a quien su ciencia, Antropología, le empuja al estudio in situ del ser humano y se da cuenta de la gran diferencia que separan a las distintas culturas que están repartidas por toda la faz de la tierra, su trabajo, puede ser que sea un éxito. A algunos, el hombre urbano y el rural, ya les conocía: el portero de su casa, el vendedor de la prensa, la gente del restaurante, el vigilante de la ORA, los alumnos de la universidad, las señoras de la limpieza… el que le lleva la leña para la chimenea, el que le vende las verduras de su huerta, el que poda las plantas del jardín o, el Colás, ese paisano que monta un burro al que llama Socialista, porque dice que es muy malo, el burro.
Ese conocimiento unido al de los infinitos libros de texto, no lo consideró suficiente y, en un arranque inesperado, emprendió viaje hacía Papúa Nueva Guinea. Y, fue allí, donde se le encendió la luz: en las selvas de Nueva Guinea, cuando pudo encontrarse con las distintas culturas tribales. Los iunit, los yanomani, los kaulong, los pigmeos o los turkana fueron las tribus a las que estudió a fondo en las distintas ramas de la Antropología: física, social, lingüística y arqueológica. La separación de aquellas gentes respecto a él, es casi la misma distancia que muchos hombres sabios, han creado respecto a los demás; nosotros.
El hombre moderno, totalmente socializado; preso de las hipotecas; estresado por el tráfico y por todas las obligaciones adquiridas: familiares y laborales; esquilmado por el Fisco. ¡Cuánto tenemos que aprender de esas culturas tribales! Pequeños grupos de pocos cientos de individuos que viven con sencillez, pausa, solidaridad; seres humanos que dependen unos de otros, nadie es un desconocido. Como es desconocida la palabra y la acción de castigo. A la vejez no se la aparta del núcleo familiar sino que se cuida al máximo porque se valora su experiencia; son cómo libros que pasan oralmente sus conocimientos. Hay quien dice que viven menos años, pero que los viven mejor.
Y, cundo aquel catedrático de Antropología, dio por acabado su periplo científico, después de haber podido estudiar a personas, culturalmente a miles de años de distancia, viendo lo sencillo que es vivir, sin electrodomésticos; sin coches; sin sirenas de ambulancia, bomberos o policía; y sin ministerio de Hacienda, quemó todas las notas que había escrito y… se lo comió una tribu de caníbales.
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