Un proverbio árabe nos advierte: “pensar mucho, es pensar
demasiado”. La visión que me inspira tan profundo pensamiento arábigo, es la de
un anciano alauita de tez oscura; mirada penetrante y barba blanca, que calza
unas babuchas color oro viejo, de fina piel y respingona puntera; elegantemente
vestido con larga y ancha chilaba, bordada en motivos florales a la altura del
pecho, artísticamente elaborados con finos hilos de oro y plata, y que porta un
rico turbante de blanca seda oriental, en el que deslumbran incrustaciones de
oro puro y piedras preciosas, con el que cubre la parte pensante de su cabeza.
Sentado; con la mirada errante flotando por la inmensidad
del infinito éter; inmóvil sobre los blandos cojines de pluma de pechuga de
ganso con forro de terciopelo carmesí; en el centro de su grande y lujosa
haymah –primorosamente enlosada toda la superficie con policromadas y mullidas
alfombras persas- y ante sí, una mesa
de fino trabajo de marquetería autóctona; sobre ella, una bandeja de plata
bellamente cincelada, con varios racimos de frescos y jugosos dátiles cogidos
de las palmeras del cercano oasis, al
lado de una jarra del mismo noble metal, medio llena de leche de camella recién
ordeñada. El orondo pensador alauita de mi visión, a quien acompañan en respetuoso silencio la hermosa favorita y un
nutrido grupo de gráciles odaliscas de su harén, se puso repentinamente en pie
con agilidad insospechada en alguien de su volumen; y como si fuera la señal
esperada del mismísimo Alá, las mujeres, ataviadas con insinuantes vestidos y
sensuales movimientos corporales, comenzaron a bailar la danza de los siete
velos, en su honor, acompañándose de pequeñas arpas, panderetas, laúdes,
campanillas –alrededor de tobillos y muñecas- y chirimías. Él, en pleno
éxtasis, extendidos los brazos hacía la Meca; con voz grave mandó parar música
y baile y, majestuoso en la expresión, como corresponde a persona de su alto
rango social, exclamó: “¡Pensar mucho, es pensar demasiado!”
Exhausto por el permanente esfuerzo de los últimos cinco
años, dejo caer su gran humanidad sobre los acogedores cojines, buscando en
ellos el merecido descanso físico e intelectual, permitiendo, magnánimo, que
las juguetonas féminas, entre giro y giro; velo y velo, le hicieran toda clase
carantoñas y arrumacos.
Sacar de vez en cuando un novedoso o añejo pensamiento de
algún afamado personaje de la intelectualidad mundial, parece ser que da cierto
lustre a un escrito y a su autor, o a un orador y su discurso, por necios que
ambos sean. Es posible que así sea (me falta experiencia), aunque en este caso,
si traigo aquí el aludido pensamiento árabe, no lo hago para sacar provecho
literario, sino para ponerle en discusión a él, y a la línea filosófica en que
se basa.
A mí, como al árabe pensador, también me gusta pensar y es
en el pensamiento donde encuentro el vehículo en el que con mayor facilidad puedo
llegar donde mis piernas, dimitidas, no quieren llevarme. Y no necesito para
ello hacer mayor esfuerzo que el de sentarme en el sillón más cómodo de mi
casa, frente al amplio ventanal del salón que cada día me enseña el cielo azul
de Madrid y la vegetación –pinos, abetos, castaños de indias, majuelos y olmos-
del cercano parque, cerrar los ojos, y dejar que vuelen a su libre albedrío
pensamientos e imaginación.
Solamente a través del hermoso y extraordinario binomio,
pensamiento e imaginación, aunque sea de manera efímera, cualquier ser humano,
en perfectas condiciones físicas o irreversiblemente tullido, incluyendo toda
clase de presos (a quien aplicaron la mascara de hierro; al vilmente
traicionado Edmundo Dantés, prisionero en el hermético Castillo de If; al
repudiado Segismundo y, aunque no esté preso por la justicia, pero si por mis
piernas, yo mismo), podemos llegar a sentirnos tan libres como la más
libertaria de las aves. El pensamiento es la asombrosa medicina que nos hace
jóvenes, si somos viejos; ricos, si somos pobres; inteligentes, si somos
necios; hermosos, si somos feos; valientes, si somos timoratos; poderosos, si
somos débiles; generosos, si somos avaros; sanos, si estamos enfermos; y
buenos, aunque no lo hayamos sido jamás. Hace ver a los ciegos, correr a los
tetrapléjicos, oír y hablar a los sordos e, incluso mantener relaciones
sexuales a viejos e impotentes. ¡Cómo no va a ser bueno pensar! ¿Usted qué
cree, señor Aristóteles?
Pero, no todos los pensadores son tan profundos,
inteligentes y certeros como el árabe de esta historia. Ni tan extremadamente
tenaces como él. Igual que en las cartas de una baraja, pensadores, los hay muy
buenos; buenos; regulares; malos; y malísimos. Buscando pensamientos de gente
“chula” para culturizarme, hace unos días, decidí darme un paseo por la red.
Entre los muchos que encontré, hubo un pensamiento muy chocante, por no tener
la verdad como avalista. En realidad es que no se si es el fruto de una
“profunda” irreflexión; la estupidez de un gran pedante o el ataque de bilis de
un mala leche. “Así como el árbol se fertiliza con las hojas secas que caen y
crece por sus propios medios, el hombre se engrandece con todas sus esperanzas
destruidas y con todos sus cariños deshechos (Robertson, F. William)”.
En mi corto conocimiento de casi todo, se que las propias hojas secas
que le caen a los árboles al pudrirse en la tierra, les sirve de alimento (se
auto fertilizan). Eso no admite discusión pero, que el hombre se engrandece con
todas sus esperanzas destruidas y con todos sus cariños deshechos, es una
mentira mal intencionada que lejos de enseñar al ignorante, le confunde. Será
cierto que haya casos (Edgar Allan Poe) en que la desgracia no afecta a su
creatividad. Pero son casos en escandalosa minoría; lo normal es que el hombre
o la mujer, plenos de felicidad porque sus esperanzas se van cumpliendo, y
beneficiados con el general cariño (digamos que felicidad, esperanzas y cariño
en proporciones normales) lo lógico que se hallen en las mejores condiciones
para, como los árboles fertilizados, den los frutos que cada uno sea capaz.
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