¿Hemos de estar recordando continuamente que el que España
sea un Reino es por expreso deseo de don Francisco Franco, Caudillo invicto
ante toda la chusma izquierdista? Parece ser que si, pues nadie parece tenerlo
en cuenta.
Los españoles no somos monárquicos ni lo hemos sido nunca en
una grandísima mayoría y, si alguna vez en el pasado lo hemos parecido, fue
porque nuestro Caudillo nos lo ofreció, como una buena solución para cuando él
faltara. Lo extraño es que, una vez muerto Franco, viendo como iba saliendo el
"paño", los españoles no fuimos capaces de romper, justificadamente,
la promesa que hicimos, votando aquella propuesta, y busca una mejor baza. Aún
hoy, en el epílogo nada glorioso, por mucho que haya quienes se empeñen en
glorificar, cuesta creer que, quienes fueron tan lúcidos que no quisieron votar
o lo hicieron en contra, y los que por edad o por no haber nacido, siendo
ahora la mayoría del censo, no se
encuentre nadie que fuera capaz de aglutinar fuerzas para encaminar a los
españoles por un Estado serio en el que el Jefe del Estado sea, verdaderamente,
alguien integrado en el interés general; sin más privilegios que los
estrictamente dados al cargo; sin que esos privilegios se conviertan en un
cobertor familiar, como lo es actualmente con la familia real.
¡Claro que España es republicana! Pero lo que no queremos
los españoles de bien, es ser republicanos de esa república trasnochada de
comusocioanarquistas de inicios del siglo pasado que propone el "hortelano
de manos suaves" el Cayo Lara, y los " iluminados poderosos" del
preclaro Pablo Iglesias.
Nadie como la monarquía española ha sido capaz de crear
hacia sí mas desafectos que ella misma. Cuando alguien que ha sido elevado a un
puesto, se le provee de materia prima y herramienta para realizar una tarea
concreta, a la que se ha jurado dedicarse y, lejos de cumplir con quien le
elevó; con la tarea y con el juramento; aprovechándose de la desaparición de su
mentor, crea o deja crear algo totalmente diferente (un adefesio mal oliente),
no cabe duda de que ha fallado a quien en él puso su confianza, con el
agravante de haber cometido perjurio. Y eso lo comete un rey, igual que el
profesional de la más baja categoría si se comporta de la misma manera.
No es necesario hacer lo que hizo Marco Bruto ("Tu también, Bruto,
hijo mío"), para cometer un acto de traición, aunque se intente tapar con
el falso manto del "bien" Nacional, o aduciendo un mejor método para
barrer las calles.
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